Los Malos Fics y sus Autores
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Mensaje por Rochy Sáb 20 Nov 2010, 04:14

Hola, hola, queridos.

Tengo que pedirles un favor: que me digan qué tal esto. Si me ayudan en gramática y coherencia de diez, pero apunto más que nada a desarrollo, a los personajes y a la comprensión de los sucesos. Ah, vendría a ser el último capítulo una historia: Hasta la última gota. Se las dejo por si se quieren ambientar (si tienen ganas, tampoco me vendría mal una opinión por ahí Surprised).

Grotesco

La mano creó un arco que cortó el aire y se estrelló contra su mejilla. Ella cayó, chocó contra una mesita y tiró el jarrón que tenía encima sobre su cuerpo. Un gemido de sorpresa acompañó el derrumbe y un chillido de dolor se escuchó luego. El hombre la miraba desde su posición con ojos desenfocados: estaba más que ebrio, en su sangre bullían las burbujas del alcohol.

Todas las noches peleaban, discutían con muchos insultos. Nunca hubiera pensado que esa noche cambiaría. Entrar al departamento por algo así, casi insignificante en comparación a su caso, sería tirar por la borda muchísimo tiempo de trabajo. De haber sabido que las cosas cambiarían, quizás todo eso no hubiese pasado.

Se levantó como pudo del suelo, su labio sangraba. Odiaba la sangre. Sentía como su cachete latía y ardía, como si la hubiese apoyado en una pancha caliente. Lo miró con mucho odio en todo momento, moviéndose con lentitud. Él se tambaleaba en su posición, mostrando los dientes en una sonrisa sardónica. Se creía superior a ella, ¡ya le mostraría su lugar! Sin decir palabra, se acomodó la falda y se sacudió, para luego girar sobre sus pies y salir de la habitación llega de dignidad que no tenía.

¡Ese hijo de puta, se las pagaría una por una! Sentía la ira caliente corriendo por sus venas y el odio congelado lamiendo su piel. ¡Quería que sufriese todo lo que él le estaba haciendo pasar! ¿Quién se pensaba que era, ese tipo de mierda? ¡Atacarla, a ella! ¡A su hermoso rostro!

¡La puta que los remilparió, que eso no se iba a quedar así!


La mancha más seca estaba en la base de la escalera, probablemente herida de una caída.

―Ahh…― El gimoteo apagado se escuchaba por toda la casa, era la razón de que se despertase. ―Aww.― Estaba cansada de escucharlo, el muy estúpido se habría puesto tan en pedo que no podía subir las escaleras, seguro. No era la primera vez que pesaba, pero estaba cansada: se aseguraría que fuese la última.

Se puso su batín, las pantuflas y bajó. En efecto, estaba tirando en el primer escalón, tratando de elevar su cuerpo con sus brazos para pararse, en vano. La miró desde abajo y su expresión de confusión cambió a una de amargura. Esa mueca hizo que en ella la rabia la quemase desde la planta de los pies hasta la nuca.

Bajo la escalera y pasó al lado de él. Cuando no se agachó para ayudarlo a subir a la cama, su marido volvió a exclamar un gemido pero esta vez de protesta, como si su deber fuese aquél. Que la disculpase, esa noche no sería así. Volvió de la cocina con la escoba y, mientras el cuerpo de él se elevaba sobre sus brazos, blandió el palo y lo bajó con fuerza sobre su espalda, haciéndolo caer de vuelta. Su boca se estrelló contra el borde del primer escalón, sangrando profundamente. No le sorprendería si un diente se le cayese. En cuanto elevó la cabeza, volvió a subir el palo y, en un intento a darle a la cabeza de una vez, le erró por poco. Él, en una muestra de reflejos increíbles dado su estado, agarró la escoba y, con mucha fuerza, la sacudió, golpeándola a ella y haciéndola caer.


Luego había gotas intermitentes hacia el lado de la mesa, dónde dos sillas estaban tiradas y había un poco más de sangre en ese lugar.

Ella gateó hasta llegar a una silla y se ayudó a levantarse con ella, pero él le agarró el tobillo haciéndola caer, y consigo, la silla. Empujó la otra que había cerca para que lo golpease y, con ayuda de eso, se logró liberar. Después corrió, de vuelta, hacia la cocina. ¡Sus días como esclava de sus maltratos terminaron, en ese mismo momento!

Sin pensarlo dos veces, consumida por el miedo de que la atrapase (porque sabía que si lo lograba, no viviría), el dolor por las caídas y la rabia en su estado más puro, entró como un torbellino y se abalanzó sobre el cajón de los cubiertos. De allí extrajo una gran cuchilla de carnicero, con un mango de madera. Él, detrás de ella en una explosión de adrenalina, se había levantado y casi caía con toda la fuerza de su cuerpo sobre el suyo propio. Blandiendo el filo que su esposo no había llegado a ver a tiempo, se lo clavó en el brazo.


La alfombra estaba movida en la punta que señalaba la cocina y allí había un charco pequeño de sangre desparramada, habiéndose producido un forcejeo en esa zona. Había algunas cosas en el suelo, vidrios de vasos y elementos de limpieza varios. Y un poco más sangre debajo de aquellas cosas.

Él la empezó a ahorcar, sus manos poderosas se ciñeron a su cuello como pulpos: era tal la posición que sacarle el cuchillo del hombro requería de mucha fuerza. En lugar de eso, empezó a moverlo para causarle suficiente dolor como para que la soltara. Así fue, con un gruñido bajo y bestial se alejó de ella, logrando que el filo dejase su carne, y luego le pegó un puñetazo al rostro, haciendo que su mujer cayese al suelo, lastimándose un poco con su arma, haciendo su pómulo crujir. Se agarró de un cajón para intentar elevarse, pero él no perdió un segundo y la pateó a la altura del vientre.

Ella chilló de dolor y escupió sangre un segundo después. La mirada que clavó en él fue tan profunda, tan llena de odio visceral, que por un momento una gota de terror lo invadió.

Su cuerpo no paraba de quejarse. Su vientre aún más. Sentía la sangre entre sus piernas, el sufrimiento desgarrador en su estómago, como si un par de manos se hubiesen clavado en su carne y, sin miramientos, arrancado sus tripas. Sabía por qué, no era difícil comprenderlo, y pensar que todos sus cuidados, todo ese tiempo fueron, en vano, hizo que el odio y la venganza envenenasen su mente.

Se abalanzó sobre él como una gata sobre un ratón. Cayeron hacia atrás luego de unos pasos de desequilibrio, ya fuera de la cocina. El cuchillo estaba firme en su mano y sin temor buscó clavarse en tantos lugares como le fuese posible. No logró mucho antes de que él la tomase de la mano con fuerza y se posicionase sobre ella, machando su pantalón con la sangre que escapaba de su vagina. Hizo necesaria mucha fuerza para que ella soltase el arma blanca con un bramido, para luego sentir una punzada profunda en sus testículos: aquél sufrimiento conocido, culpa de un rodillazo.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, se alejó un poco para recuperar el aire y tratar de apartar el padecimiento que lo recorría. Ella no perdió tiempo, buscó el cuchillo y lo blandió. Aprovechando el momento de debilidad, se lo clavó en el omoplato, la parte superior de la espalda, errando de vuelta la cabeza. No cabía más en su cabeza que hacer que soportase tanto como ella sufría en ese momento. Quería quitarle lo que él mismo le acababa de quitar. Gritó, embebida de locura, para luego volver a ensartar su arma entre el cuello y la clavícula, dónde quedó trabado. Lugar mortal con un simple movimiento, muy cerca de la yugular.

Pese al dolor, la adrenalina del superviviente fluía en él. Sabía que estaba perdiendo mucha sangre, pero si iba a morir, no se iría solo.


A la izquierda de la puerta que llevaba a la cocina había más sangre, manchas sin forma que coloreaban las alfombras claras y el piso cerámico negro. Ya no parecía aquello que nos mantenía con vida, sino pintura que se había caído por un descuido sobre las cosas. No parecía razonable que alguien sangrase tanto.

Quitándose el machete de entre sus huesos y antes de que ella tuviese oportunidad de reaccionar, se elevó con fuerza y cayó sobre ella. Sin pensarlo dos veces, lo clavó en su estómago. Ella gritó en agonía, un chillido tan agudo y profundo que hizo que su vello se parase.

La vista se le borroneaba, sentía como la sangre cálida manchaba su camisa y caía sobre su mujer. Era un río rojo que fluía de su cuello: había cortado la vena. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Se derrumbó al costado de ella y dado que no había soltado el cuchillo, un canal escarlata se abrió. La mujer se sacudió en su martirio, acomodándose de costado, haciendo sus órganos acompañar el movimiento del arma, enredándose en el mango de madera. El metal brillaba rojo como el sol en el atardecer, furioso.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Quería gritar, pero ya no tenía sentido que sus pulmones se llenasen de aire. Quería hablar, pero ya no había fuerzas para mover su lengua. Su boca se llenó del sabor metálico y salado de su sangre. Sin apartar la mirada de su sicario, su vida dejó de latir en su cuerpo.


Había llegado muy tarde. Quizás… quizás podría haber hecho algo. Salió tan rápido como pudo de la camioneta blanca en la que estaba agazapado, escuchando las grabaciones del día que provenían del departamento en vigilancia. Su café caliente había sido volcado sobre la pequeña mesa cuando escuchó los alaridos de dolor de un hombre. Se abalanzó sobre la puerta trasera y corrió hacia la entrada del edificio. Esperar el ascensor ni siquiera pasó por su cabeza y subió las escaleras necesarias para llegar al onceavo piso. Sin recuperar el aliento siquiera, aporreó la puerta con toda su masa muscular y lo que encontró en la sala de estar frente a él, estaba seguro, sería una de sus pesadillas favoritas.

El cádaver de Claudia Srotta estaba al lado del de su marido, Darío. La escena parecía salida de una película de terror de bajo presupuesto: no podía pertenecer a la realidad.

El cuerpo de él presentaba tajos en diferentes partes del cuerpo, pero la mortal había sido la de diez centímetros que tenía en la garganta. El arma estaba en sus manos, un cuchillo de carnicero de unos cuatro centímetros. Él sabía que sucedía en esos casos: la adrenalina hacía que el dolor menguase un poco, por lo que se sacaba el filo casi sin cuidado, provocando que la herida creciese. Hasta podía hablarse de suicidio, en esos casos.

Pero el cuerpo de ella era el más lastimoso. La belleza que había hecho que fuese considerada una de las mujeres más deseables estaba teñida con sangre, tanto suya, como la de su marido. Su batín y camisón se pegaban a su piel dorada por culpa del líquido. Su vientre estaba abierto, no paraba de escupir, y de él se escapaban algunas tripas… pero lo más horrible, aquello que hizo que su estómago se revolviese y se contrajese, apretándose contra su columna, fue lo que vio entre los órganos.

La bilis calentó su garganta cuando supo identificar la forma del aquél ser: la cabeza gigante, los ojos negros y separados, las venas notorias, las extremidades nacientes. Allí se encontraba el fruto del odio entre los Srotta, una especie de grotesca cereza del pastel que eran sus padres.

Fin.



Pues bien, necesito que sea destrozado. No me termina de gustar y no sé por qué, creo que son las frases, o no sé. Es la primera vez que escribo con este estilo, cambiando de narrador y de tiempo. Supongo que será eso, pero no voy a bajar los brazos hasta que venga alguien y me diga que esto no es lo mío. ¬¬

¿Ayudita?
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