Los Malos Fics y sus Autores
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El Testamento [Original]

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Mensaje por Darv Sáb 05 Mar 2011, 02:36

Spoiler:

En fin, a lo que voy: he escrito una historia original. Es un poco larga, pero realmente apreciaría que alguien se tomara el tiempo de leerla y criticarla. La opinión de cualquier persona que forme parte de LMF es importante para mí. Ustedes son un ejemplo a seguir.

Hela aquí:


Los lirios que decoraban la mesa de la entrada se agitaban pasiblemente dentro del florero de porcelana japonesa con la poca brisa que se colaba por la ventana. La mesa que estaba en el centro de la habitación estaba repleta de hombres y mujeres con vestidos de gala, que reían mientras conversaban alegremente.

La anfitriona y dueña de la casa, una señora robusta, de expresión seria y facciones fuertes, se levantó para llamar la atención de sus invitados. La Señora Agatha había enviudado hacía unos tres años, y desde entonces no se le había visto en reuniones sociales. Sólo en ocasiones, y muy de vez en vez, se le veía en el Club tomando el té, sola y con expresión malhumorada.

Sin embargo, por alguna razón había decidido, por primera vez desde que su marido había muerto, reunir a sus más apreciados amigos para celebrar su octogésimo cuarto cumpleaños.

Uno a uno, los invitados se fueron dando cuenta de que la robusta dama se encontraba de pie, esperando; y comenzaron a hacer silencio, hasta que en la sala no se oyó más que el silbido de la brisa.

⎯Queridos amigos e invitados ⎯comenzó con su voz ronca e imponente, que resonó en todas las esquinas de aquella sala⎯, bienvenidos sean todos a mi humilde hogar. Les agradezco enormemente por haber venido.

”Mi marido, antes de morir, me pidió un gran favor: me dijo: “Esposa mía, por caridad, te ruego me prometas que no te aislarás del mundo tras mi muerte”. Y yo, confiando en que sanaría de su terrible enfermedad y acostumbrada a su terquedad, accedí a prometer algo que, como todos sabrán, no he sabido cumplir a cabalidad.

Todos los invitados se veían unos a otros, incómodos, mientras escuchaban a la apenada mujer. Sabían que era fuerte, que no lloraría; pero en su demacrado rostro podía notarse la tristeza. No había brillo alguno en esos ancianos ojos.

⎯Pero eso no importa. El pasado es el pasado y el momento para hacer las cosas es el ahora. Mis amigos y amigas, les diré que, aunque no lo parezca, éste es mi lecho de muerte; y son ustedes los últimos a quienes quiero ver antes de partir. Sólo les pido que dejen de verse entre ustedes como si escucharan a un mendigo demente hablar, y escuchen con atención lo que tengo que decirles. Presten atención.

”La presencia de cada uno de ustedes aquí tiene una razón. Todos son importantes y necesarios para la tarea que les asignaré. En esta enorme casa existen toda clase de escondrijos, pasillos y habitaciones secretas. Muchos de ustedes saben de qué hablo, pues conocen varias de estas habitaciones que les digo. Necesito que trabajen juntos. No lograrán nada si no piensan en conjunto y actúan en nombre del bien. ¿Que qué los espera al seguir las pistas que he dejado y lograr su objetivo? Pues mi testamento, sin más. ¡Ah! Por poco se me olvida: no pueden llamar a la policía bajo ningún concepto. Esto lo deben resolver…

⎯Tía Agatha ⎯interrumpió, titubeando, un muchacho de unos veinte años que se encontraba a varios metros de la anciana⎯, tal vez no deberías haber tomado tanto vino, ¿o fue el champagne? Les ruego la disculpen, pero, como verán, no sabe lo que dice.

⎯Te ruego yo a ti, Ernesto, que no intentes contradecirme ni ridiculizarme frente a mis propios invitados ⎯respondió su tía, molesta⎯. No he tomado más que un sorbo de vino, y estoy más sobria que nunca. Ahora, obviando la interrupción de mi terco sobrino, brindemos. ¡Salud!

⎯¡Salud! ⎯dijeron los invitados al unísono, levantando sus copas.

La anciana se llevó su copa de burbujeante champaña a la boca como si ansiara más que nada saborear la bebida. Su movimiento apresurado fue seguido de inmediato con un fuerte golpe en el suelo, que resonó en toda la habitación como si se tratara de plomo.

Su sobrino se levantó como una ráfaga de su asiento para revisar el cuerpo que yacía inmóvil junto a la mesa. La anciana estaba pálida y no respiraba. Ernesto, asustado e imitando lo que había leído alguna vez en alguna novela de suspenso, intentó presionar en el estómago de la vieja para que respirara.

Fue todo en vano: en su aniversario de nacimiento, doña Agatha de la Vega había muerto en la sala de su casa. El terror podía respirarse en el aire, y los rostros estaban colmados de pánico y confusión. ¿Qué acababa de suceder frente a sus narices?

⎯Calma, señores ⎯dijo con seriedad un señor de blancos y poblados bigotes, mientras se levantaba de su asiento⎯. Aparentemente, acabamos de presenciar un suicidio. Mi querida Agatha, a quien el Señor deberá guardar en su Santa Gloria, ha dicho que este mismo lugar era su lecho de muerte y lo ha cumplido sin que nos diéramos cuenta.

”Para los que no me conocen, soy el vizconde Jorge Mondragón. Les ruego que mantengamos la calma y sigamos al pie de la letra el protocolo. Llamemos a la policía y vayamos a descansar a nuestros hogares. Éste no es un acontecimiento fácil de digerir.

Ya no había brisa; el único ruido que se escuchaba era el llanto desconsolado de varias de las mujeres presentes.

⎯Está usted omitiendo un pequeño detalle, vizconde ⎯era Ernesto, el joven sobrino de la difunta anciana, quien había hablado⎯. La tía Agatha ha sido muy clara: “no llamen a la policía”. Opino que deberíamos hacerle caso.

⎯¡Ah! Tal vez usted opine eso,…

⎯Ernesto.

⎯Ernesto; y la razón es clara: ustedes, los jóvenes, quieren convertir todo en una aventura literaria. Pero le recuerdo que ésta es la realidad, y hay un cadáver en esta misma sala. Ahora, si me disculpa, iré a buscar el teléfono.

⎯¡No! ⎯gritó el muchacho. Sus ojos negros parecían echar chispas y respiraba aceleradamente mientras caminaba hacia su bigotudo interlocutor.

Era joven, sí, pero odiaba que lo trataran como a un niño. Sabía lo que hacía; y si la tía Agatha había mandado llamar a la policía, de ninguna manera permitiría que se hiciera.

⎯Disculpe, muchachito, pero ni usted ni nadie va a evitar que yo haga lo que debo hacer ⎯dijo obstinado el viejo.

⎯¡He dicho que no lo hará, y punto! ⎯gritó de nuevo Ernesto⎯. Mi tía ha dicho que no, y nadie en esta sala llamará a la policía. Haremos lo que se nos dijo y buscaremos el testamento. Cumpliremos con su última voluntad; es lo menos que merece.

⎯Lo que usted dice es una total insensatez. Es totalmente ridículo.

⎯Su bigote es ridículo, vizconde. Y, sin embargo, lo porta usted como si fuera una preciosa joya. Deduzco, entonces, que no tiene usted moral para calificar algo de ridículo; y mucho menos palabras mías en la casa de mi propia tía. Ahora, si hay alguna otra persona que desee decir tonterías, puede retirarse junto con este anciano.

El vizconde abrió los ojos, impresionado. No podía creer que aquel joven pudiera ser tan grosero e irrespetuoso; pero en algo tenía razón: Agatha nunca había estado fuera de sus cabales, ni siquiera cuando Aarón había muerto. La mujer se había distanciado del mundo, era cierto; pero de ahí a perder la razón…

Así que ¿por qué no hacer lo que había pedido? Tal vez todo aquello tenía un sentido. Debía tenerlo.

⎯Es usted todo un caballero, Ernesto ⎯dijo con tono sarcástico don Jorge⎯. Extremadamente bien educado; pero dejemos eso de lado. Por ahora, lo que importa es lo que usted dice: debemos comenzar con la búsqueda.

⎯No estará usted diciendo que apoya que se haga esta tontería, don Jorge. ⎯Había hablado una dama de unos cuarenta años, que veía al vizconde con mirada expectante. Sus facciones eran finas y el liso cabello rojizo que enmarcaba su rostro la hacía parecer delicada; pero hablaba con tanta fiereza que incluso el joven Ernesto se asustó un poco.

⎯Mi querida Elaine, espero me disculpes ⎯comenzó el vizconde⎯. Pero estoy de acuerdo con el joven: era la última voluntad de Agatha. Por respeto a su memoria, creo que debemos realizarla. Además, a mí me pareció que estaba completamente cuerda.

⎯¡Ah, sí! Por supuesto que lo estaba ⎯la mujer subía su tono de voz cada vez más⎯. Supongo que por eso ¡se suicidó frente a nosotros! ¡Es obvio que estaba completamente cuerda, don Jorge! ¡Ésa es una excelente conclusión!

⎯Basta de tonterías, señora ⎯vociferó el joven Ernesto⎯. Si lo desea, puede retirarse y olvidarse para siempre de que esto ocurrió. Eso sí: queda a conciencia suya el que no haya cumplido con la última voluntad de una buena mujer como lo fue mi tía, que además, si no me equivoco, fue gran amiga suya y le prestó su ayuda en muchas ocasiones. Y no cualquier ayuda, sino…

⎯No tiene usted que recordarme qué es lo que hizo su tía por mí ⎯contestó ella⎯. Lo tengo muy claro. Y no, no me iré; viendo que los demás están de acuerdo con esta locura. Además, conozco varias de esas habitaciones secretas de las que habló. Si se hará lo que pidió Agatha, pues entonces yo estaré aquí.

⎯Me alegro de que haya recapacitado, Elaine ⎯murmuró el vizconde, y luego prosiguió⎯. Ahora sí, debemos planear exactamente lo que vamos a hacer. Somos trece personas, si no me equivoco; ocho hombres y cinco mujeres. Opino que lo más sensato sería separarnos en grupos y rastrear la casa.

⎯Una vez más, don Jorge, olvida usted las palabras de mi tía ⎯reprochó Ernesto⎯. “Trabajen juntos”.
El anciano torció el gesto, desesperándose un poco, pero luego suspiró y volvió a hablar.

⎯Muy bien, entonces. Supongo que lo que debemos hacer es ir todos juntos registrando pasillo por pasillo. ¿Está de acuerdo, Ernesto?

De inmediato, todos se volvieron hacia el veinteañero. Un breve gesto de aprobación se asomó en su rostro y asintió con su cabeza para que no quedara duda en que estaba de acuerdo.

Desde pequeño, su tía lo había obligado a enfrentar este tipo de situaciones. A la difunta mujer le habían encantado en vida los misterios y los acertijos, ¿y qué mejor manera de decorar su muerte si no era con extravagantes peticiones?

Las instrucciones eran precisas y, mientras las siguiera tal y como se mandaba, todo iría bien. La tía Agatha sabía lo que hacía, y ésta no sería la excepción. Por muy descabellada que pareciera la situación, confiaba en ella.

Once personas estaban ahora de pie y expectantes en una lujosa y enorme mansión, mirando a los dos hombres tan distintos en edad y en personalidad que se encontraban en medio del salón.

Por un momento, nadie habló ni hizo nada. Simplemente, todos se miraron entre sí, repasando quiénes eran los personajes que se encontraban en la habitación.

Don Luis Reyes y su esposa, Amanda, se encontraban casi en la esquina del salón. Él era alto, rubio y de ojos verdes y brillantes como una esmeralda. Había algo de picardía en su rostro, y sus alargadas facciones lo hacían, para ser sinceros, un hombre feo pero interesante. Su mujer, por otro lado, era delicada y de rostro gentil. Su cabello y ojos eran color avellana. No podía negarse que el vestido rojo que llevaba le sentaba tremendamente bien, y combinaba divinamente con sus labios rojo escarlata.

Alberto Garmendia estaba justo a la derecha de estos dos. Era un hombre sesentón, de frente arrugada y cabello y barba canosa. Parecía observar al mundo con un toque de ironía en sus ojos, pero era más bien una persona callada. Sus movimientos eran pausados y elegantes.
Junto a él, don Eduardo y doña Elena Carrera observaban la escena. Eran un par de regordetes con aspecto de cochinos que miraban con desconfianza al resto de quienes se encontraban en el salón. De ellos se decía que habían obligado a su hija a casarse con un americano ingenuo que poseía una gran fortuna, pero ésta había huido con un pobre cirquero y jamás la habían vuelto a ver. Para ellos, sin embargo, nunca habían tenido una hija; no la nombraban y, si les preguntaban algo sobre ella, se miraban confundidos el uno al otro y negaban que jamás hubiera existido.

Sentadas en un mueble junto a la pared, doña Matilde y doña Luisa Arismendi se aireaban enérgicamente con sus abanico mientras esperaban que alguien dijera algo. La primera de las hermanas era una viuda, madre de nueve hijos que ahora se hacían cargo del negocio familiar: una editorial que había dejado su esposo tras su muerte. La segunda, una desgraciada mujer sin más familia que su hermana y sus sobrinos, esposa de un antiguo aristócrata que había sido consumido por la edad y se encontraba ahora en una institución de salud mental.

Norberto Cabrera, un hombre particularmente bajo y de aspecto duendesco, discutía en murmullos con don Garcilazo Domínguez. Garcilazo, mucho más alto y sensato que su interlocutor, insistía en voz baja que todo estaba bien y debían hacer lo que Agatha les había mandado; y le pedía cada vez más enfáticamente que se quedara tranquilo.

Por último, Miguel Arbeláez se encontraba solo en una esquina del salón; con inminente preocupación en su rostro. Era evidente que no quería estar ahí, pero no era suficientemente valiente para decirlo. Tenía unos treinta años, y cabello rojo y rizado que se agitaba sobre su cabeza mientras la movía nerviosamente para poder observar a todos los demás.

Por fin, el vizconde decidió hablar.

⎯Bien, ya que todos estamos de acuerdo ⎯dijo, miró a su alrededor (haciendo una breve pausa en don Miguel) y prosiguió⎯ comenzaremos nuestro recorrido. Díganme: ¿quiénes de ustedes conocen pasadizos o habitaciones secretas en la mansión?
Nadie habló por unos segundos, y el ambiente se tornó un poco tenso. De pronto, doña Matilde se levantó del antiguo mueble de madera en el que se encontraba, dejó de abanicarse y comenzó a hablar.

⎯Yo, por supuesto ⎯dijo con una voz que intentó sonar segura, pero no logró ocultar el terror del que estaba colmada.

⎯Bien ⎯respondió de inmediato Ernesto⎯. Entonces comenzaremos por aquellas habitaciones que conoce usted, doña Matilde. Además, si mal no recuerdo, son usted y su hermana las más viejas amigas de mi difunta tía.

⎯Así es, niño Ernesto ⎯balbuceó la otra vieja desde el mueble⎯. La conocimos en Londres, en 1842, durante uno de mis viajes trimestrales a la casa de campo de la familia que tenemos a las afueras de la capital inglesa ¿Quién se iba a imaginar para aquel entonces que la historia tendría un final tan trágico?

⎯Un final para Agatha, Luisa ⎯le recordó su hermana⎯. Para nosotros esto no ha terminado aún, y está muy lejos de hacerlo. Eso sí: esperemos que lo que estamos a punto de hacer no sea en vano. Confío en que mi amiga mantenía al menos un poco de su cordura.

⎯Con todo el respeto, mi buena señora ⎯dijo don Norberto con rabia⎯, le pido que vea usted la situación y reconsidere su posición. ¿Cómo podía tener algo de cordura una persona que se suicidó frente a sus invitados en medio de una celebración? ¡Era una demente! Y todos ustedes también lo son por hacerle caso a sus incoherentes peticiones.

⎯Dejemos de argumentar sobre la cordura de Agatha y comencemos a caminar de una buena vez ⎯dijo don Garcilazo con autoridad.
Los demás observaron a doña Matilde, expectantes.

⎯¡Ah, sí! ⎯dijo apresuradamente al reparar en que todas las miradas estaban posadas sobre ella⎯. Vamos, vamos; no perdamos tiempo.

Dicho esto, comenzó a caminar en dirección a una de las puertas que había en el gran salón.

⎯Ésta ⎯dijo, señalando la puerta⎯ es la entrada que se dirige hacia las habitaciones principales. En el corredor hay una estatuilla de hierro, un pequeño caballo sobre una piedra de mármol. Si se mueve la estatuilla de la forma correcta, se abre un corredor escondido que lleva a una habitación, también escondida. Allí nos reuníamos cuando Agatha no quería que nadie nos molestara.

Efectivamente, la anciana movió el caballito de plata con mucha delicadeza y, al instante, una puerta surgió de la pared como si siempre hubiese estado allí, a la vista.

Entraron uno por uno en el corredor. Era oscuro y angosto, y tan largo que desde donde estaban no se veía su final. Parecía que tampoco hubiese habitación alguna.

Tras caminar por unos tres minutos y viendo la actitud titubeante de doña Matilde, varios comenzaron a verse las caras algo asustados. La verdad es que ya era suficiente con una vieja loca; no hacía falta otra, que alucinara sobre habitaciones secretas y los estuviera llevando sin saberlo hacia algún sitio desconocido.

⎯Ya falta poco, estoy segura ⎯dijo la anciana, como hablando consigo misma. La verdad es que se le había olvidado que había doce personas siguiéndola, y caminaba en busca de la habitación como si se tratase de alguna de las miles de ocasiones en que había quedado en encontrarse ahí con la mismísima Agatha. Jamás había sido fácil para ella encontrar la pequeña puertita en ese maloliente y antiguo corredor.

⎯Más le vale estar segura, señora… ⎯comenzó con tono altanero don Norberto Cabrera, pero Ernesto lo interrumpió y lo hizo parar en seco.

⎯Silencio. Haga caso de lo que se le dice, don Norberto. No sea pretencioso o verá que se arrepentirá.

El minúsculo hombrezuelo miró al muchacho cual si viera a algún ser inferior y estuvo a punto de abrir la boca para reprochar, pero varias miradas se clavaron en él; haciéndolo respirar hondo y asentir, conformándose.

⎯Es aquí ⎯dijo emocionada doña Matilde, que ya se encontraba a unos cuantos pasos de distancia del resto del grupo.

Los demás desviaron su atención del duendesco caballero y caminaron apresurados hacia donde se les indicaba.

Era cierto: justo donde decía la señora había una portezuela muy antigua, que parecía no haber sido abierta en mucho tiempo.

⎯Hacía años que no veníamos para acá ⎯explicó doña Matilde⎯. Desde la muerte de su marido, Agatha había perdido completamente el contacto conmigo y con mi hermana. Más bien me extrañó que fuera a celebrar su cumpleaños esta vez, pero jamás pensé que las cosas terminarían tan mal. Al fin y al cabo…

⎯Entremos ⎯interrumpió rudamente don Miguel.

Era la primera vez que hablaba tras el fatídico incidente de la noche. Sin embargo, ya no tenía miedo de estar ahí sino ansias de conseguir el testamento y largarse de ese horrible lugar de una vez por todas.

⎯Discúlpeme usted, don Miguel ⎯comenzó la señora, ofendida⎯. Me parece que está usted faltando a las normas de etiqueta y buenas maneras al interrumpirme tan rudamente. No es de caballero hacerlo.

⎯Dejemos para otro momento las buenas maneras, doña Matilde, por favor ⎯dijo el vizconde en tono de súplica mientras intentaba empujar la puerta con cuidado de no desprender demasiado polvo⎯. Tal vez suene rudo que lo diga un vizconde y además un caballero, pero habiendo sucedido todo lo que esta noche ha pasado, no sirven de mucho los buenos modales.

⎯Si es así, déjeme usted abrir la puerta ⎯dijo la anciana. Se notaba un ligero toque de resentimiento en su voz. “¿Cuándo en mis días hubiera podido un caballero dejar de serlo por las circunstancias?”, pensaba⎯. Parece que le hace falta la astucia de una dama. Los caballeros mejor dedíquense a la fuerza bruta.

⎯Es usted extremadamente obsequiosa, doña Matilde, de veras lo es; pero permítame…

⎯¡Ya basta, ustedes dos! ⎯era ahora doña Luisa quien hablaba⎯. Resuelvan fuera de aquí sus problemas. Sus insultos intelectuales no sirven de nada en este asqueroso corredor. Mientras antes nos larguemos de aquí, será mejor para todos; así que a callar y a abrir la puerta.

El bigotudo caballero se hizo a un lado para dar paso a la anciana, que, con un suave toquecito, abrió la puerta.

Uno por uno, entraron a una habitación que no tenía nada que ver con el corredor contiguo. Adentro, todo estaba exquisitamente decorado. Las cortinas eran escarlata con dorado y hacían juego con los suaves muebles de pluma de ganso que se encontraban en medio del cuarto. Un tapete persa cubría casi la totalidad del piso, y pinturas dignas de estar en un museo decoraban las paredes. La chimenea aún conservaba restos de leña de la última vez que había sido encendida, y sobre una mesita que se encontraba junto a los muebles había sólo dos tacitas y una tetera.

Veinte ojos escaneaban curiosos toda la habitación, sin encontrar siquiera una pequeña pista. Tal vez no había nada en ese cuarto.

⎯¿Nadie encontró nada? ⎯preguntó Ernesto⎯. ¿Una pequeña hoja de papel, una fotografía…? ¿Nada?

Las expresiones en sus rostros eran ahora de decepción.

Todos cabizbajos, comenzaron a dirigirse lentamente de vuelta hacia el corredor. ¿Cómo habían de encontrar un pedazo de papel en una casa tan grande como aquella? No, no iban a poder.

⎯¡Esperen! ⎯gritó una voz, emocionada⎯. Creo que encontré algo.

Era Don Alberto Garmendia quien había hablado esta vez. Con mirada confundida, examinaba el pequeño papelito que tenía entre las manos.

⎯¿Qué dice, don Alberto? ⎯preguntó Ernesto, ansioso.

El anciano volvió su cabeza hacia el joven y negó, mientras se encogía de hombros. Al parecer, no tenía idea de qué decía la nota.

El vizconde caminó hacia don Alberto y tomó el papel.

⎯No es una nota ⎯expresó⎯. Es un dibujo.

Al acercarse los demás, comprobaron que, efectivamente, se trataba de un conjunto de garabatos que parecían no significar nada.

⎯¡Oh! ¡Santo Dios! Este dibujito no nos sirve para nada ⎯dijo Elaine mientras caminaba de vuelta hacia la puerta⎯. No es más que algún garabato que hizo la señora en alguna de sus largas tertulias en este salón; nada relevante para nuestra tarea. Ahora, si me disculpan, me retiraré para no perder más tiempo.

⎯¡Espere usted, Elaine! ⎯gritó Ernesto⎯. ¡Miren todos lo que hay en la esquina inferior derecha!
Con una expresión de fastidio en su rostro, la mujer caminó una vez más hacia el vizconde, que sostenía el papelito. Al mirarlo, sin embargo, su rostro se tornó pensativo y se llevó la mano a la barbilla en señal de intriga.

⎯Tiene usted razón, Ernesto ⎯dijo lentamente⎯. ¿Pero qué puede significar una pequeña “E” en la esquina de un papel garabateado? Tampoco creo que sea de mucha utilidad.

Prácticamente podía escucharse el ruido de las cabezas, mientras pensaban en buscar alguna explicación a la inservible pista que acababan de encontrar. No hacían más que verse las caras los unos a los otros. Algunos movían sus pies agitadamente contra el suelo a causa del nerviosismo mientras otros caminaban sumamente concentrados de un lado de la habitación al otro.

⎯¡Lo tengo! ⎯vociferó emocionado Ernesto⎯. ¡Se trata de un mapa de la casa!
Los demás lo miraron con algo de extrañeza. ¡Se había vuelto loco! ¿Cómo se le ocurría que unos garabatos, líneas trazadas al azar de un lado a otro y sin sentido alguno, podían ser un mapa de la casa? El muchacho definitivamente había sido afectado por el miedo o algo similar. Había perdido los cabales.

⎯Muchacho, creo que deberías descansar un poco ⎯dijo con delicadeza el vizconde⎯. Tal vez el estrés y la situación sean los culpables de que estés así. Vamos, siéntate un momento.

⎯No, no ⎯respondió Ernesto, algo obstinado. ¿Qué tendría que hacer para que el viejo vizconde entendiera que no era un muchachito demente?⎯. Les digo que es un mapa. La pequeña “E” significa que de ese lado está el Este. Además, mírenlo. Ésta es la entrada de la casa
⎯mientras hablaba, seguía la línea con sus delgados dedos⎯; luego el salón, el pasillo principal, la cocina, las escaleras, el pasillo de arriba, y… Esto es imposible; justo aquí hay una pared con el retrato del Tío Aarón. No puede uno pasar a través de la pared, a menos que…

⎯Por supuesto que sí se puede, hijo. Ésta es, claramente, una pista de Agatha para nosotros ⎯dijo don Alberto⎯. Ahora vayamos hacia allá, que estamos perdiendo tiempo.

En un santiamén se encontraron frente al antiguo retrato. Se trataba de un gran cuadro que ocupaba la pared entera. El hombre retratado parecía observarlos con una mirada desaprobadora. Su rostro era alargado, así como lo era el resto de su cuerpo. Su cabello blanco parecía de algodón, al igual que su barba y bigotes. Estaba de pie, en una posición extremadamente hierática y elegante. Definitivamente era un de la Vega. Era Aarón de la Vega.

⎯Bien, ya estamos aquí ⎯dijo Ernesto⎯. ¿Pero cómo entraremos al pasillo que supuestamente se encuentra detrás del retrato?

⎯Yo… yo sé cómo entrar.

La voz que acababa de hablar era delicada y baja. Se trataba de doña Amanda Reyes, que ahora veía a todos los demás con un toque de pánico en sus ojos.

La menuda mujer caminó hacia y el retrato y lo observó con cuidado. El vizconde, lleno de duda, se le acercó y comenzó a interrogarle.

⎯¿Era usted amiga de Agatha, Amanda? ⎯preguntó.

⎯No.

El anciano reflexionó por un momento.

⎯¿Venía usted con frecuencia a esta casa?

⎯No, no ⎯respondió la mujer, nerviosa⎯. Simplemente lo sé.

⎯Si no nos dice usted por qué es que sabe cómo entrar por el retrato de mi tío, las consecuencias serán graves, doña Amanda ⎯exclamó Ernesto.

Don Luis, frenético, se había atravesado entre su mujer y el altanero muchacho. El hombre estaba rojo por la rabia y tenía los puños prensados.

⎯No te atrevas a volver a hablarle así a mi mujer, muchachito imbécil ⎯dijo entre dientes⎯. Más te vale quedarte tranquilo y no buscar problemas.

⎯Más le vale a usted, señor, mantenerse al margen de la situación ⎯respondió Ernesto, apretando también los puños⎯. Su mujer sabe algo que no quiere decirnos, y tal vez sea absolutamente necesario saber para nosotros.

El rubio estuvo a punto de responderle una vez más, pero su esposa le puso la mano sobre el hombro y lo miró, suplicándole con los ojos que se quedase tranquilo.

⎯Está bien ⎯dijo, y, tras un breve suspiro, prosiguió⎯. Yo no era amiga de la señora Agatha, pero mi abuela sí; y fue una de sus mejores amigas. Sucede que mi difunta abuela, al morir, me dejó un diario en el que había recopilado la mayoría de las experiencias que había tenido durante su vida adulta. Es prácticamente una novela; un libro digno de ser publicado. Pero ella me pidió que lo mantuviera en secreto y aprendiera de sus errores.

⎯Muy bien, doña Amanda ⎯la felicitó el vizconde⎯. Sin embargo, no entiendo qué tiene que ver todo esto con el pasillo.

La mujer titubeó por un momento, y luego comenzó a hablar de nuevo.

⎯El punto es que… mi abuela escribió sobre este pasillo ⎯hablaba rápidamente, casi sin respirar⎯. Al final del pasillo hay una habitación que, según le confesó y posteriormente mostró la propia señora Agatha, le servía de lecho amoroso con otros hombres cuando don Aarón se encontraba fuera de la ciudad. Sólo mi abuela y la señora Agatha conocían este pasillo.

⎯¡¿Cómo se atreve usted a ofender la memoria de mis tíos en su propia casa, blasfema mujer?! ⎯comenzó a gritar Ernesto⎯. ¡No tiene usted moral ni educación! ¡No tiene usted ningún derecho…

⎯¡Totalmente de acuerdo, joven Ernesto! ⎯comenzó el vizconde⎯. Esta mujer debe irse al instante.

⎯Por supuesto que es eso lo que usted quiere, vizconde ⎯respondió con rabia la mujer de cabello castaño⎯, pero permítanme, antes de retirarme, informarles que el distinguidísimo vizconde Jorge Mondragón fue uno de aquellos amantes que venían a la casa cuando el ingenuo don Aarón no se encontraba; y no sólo uno de los amantes, sino su eterno amor, como doña Agatha le decía.

El bigotudo señor estaba ahora tan rojo como un tomate. Su mirada estaba clavada en el suelo. Sabía que lo que la muchacha decía era cierto, y no serviría de nada que lo negase. Había actuado incorrectamente hacía ya muchos años, pero era ahora que debía enfrentarse a los errores que había cometido en el pasado.

El sobrino de la difunta anciana se abalanzó sobre el vizconde sin dudarlo ni por un segundo. Lloraba de la rabia mientras descargaba su ira sobre el estómago del indefenso viejo.

Los demás hombres lo tomaron por los brazos y lo alejaron del vizconde. El muchacho seguía blasfemando desde unos metros de distancia, mientras el viejo tosía e intentaba ponerse de nuevo en pie. Tal vez merecía esa golpiza y muchas más por lo que había hecho, pero no era el momento. Lo que debían hacer ahora era encontrar el testamento.

⎯Les ruego a todos me disculpen ⎯dijo el anciano, aún tosiendo⎯. Sé que actué mal y merezco que piensen mal de mí. No fui un caballero al traicionar de tal manera a mi amigo Aarón. Pero, joven Ernesto, le ruego mantener los pies sobre la tierra. Estamos en el medio de algo importante. Más adelante, podremos usted y yo arreglar nuestros problemas. Por ahora, concentrémonos en lo que Agatha nos mandó hacer.

⎯No se atreva usted a mencionar su nombre de nuevo, desgraciado ⎯gritó Ernesto⎯. Su memoria no merece ser ensuciada por tan repulsiva voz.

⎯Perdone usted, Ernesto ⎯respondió el bigotudo⎯, pero no puedo evitar nombrar a la persona que causó todo este alboroto.

⎯Cállese, vizconde ⎯chilló Elaine, desesperándose un poco⎯. No tiene sentido alguno que discutamos, como usted mismo ha repetido hasta el cansancio. Le ruego se concentre, entonces, en nuestro asunto.

⎯Tiene usted toda la razón, Elaine ⎯respondió el viejo.

El muchacho suspiró, miró a la pelirroja y luego se volvió de nuevo hacia don Jorge. Lo miró con algo de rabia, suspiró y volvió a hablar.

⎯Doña Amanda, abra usted el pasadizo ⎯dijo tajantemente.

La mujer, sin dudarlo, caminó hacia el retrato y comenzó a recorrer toda la longitud del borde derecho con sus manos. Finalmente, pareció
conseguir lo que buscaba, introdujo sus dedos índice y medio en un pequeño agujero y haló con delicadeza.

⎯Ahí está ⎯dijo⎯. Éste es el pasadizo detrás del retrato.

Antes de entrar, todos se asomaron para ver qué es lo que estaba detrás del cuadro. Se trataba de un pasillo parecido a aquel del que acababan de salir una media hora antes. Las paredes y el suelo eran de piedra y parecieran dirigir hacia un calabozo. A los lados, varias piezas de hierro desgastado sostenían lo que alguna vez habían sido antorchas que dieran luz al horroroso pasadizo; pero ahora no eran más que pedazos de madera chamuscados.

La primera en entrar fue la propia doña Amanda, seguida de las dos hermanas ancianas. A continuación, Elaine, seguida de Ernesto, y detrás de él el resto de los hombres.

Inmediatamente después de respirar el espantoso aire que había estado por tanto tiempo encerrado en ese horrible pasadizo, todos comenzaron a toser y quejarse; haciendo un escandaloso eco que chocaba contra todas las esquinas. Caminaban intentando contener la respiración por tanto tiempo como fuera posible, y el asco podía notarse en todos los rostros.

⎯¿Sabe usted dónde es la habitación, doña Amanda? ⎯preguntó Elaine.

⎯Por supuesto ⎯respondió ésta⎯. En realidad es simple: detrás de este pasillo hay sólo una habitación. Está al final, y la única salida es el retrato de don Aarón. No existe pérdida posible.

Siguieron caminando hasta que la luz que provenía del agujero del retrato abierto se extinguió tras una ligera curva. Se detuvieron por un segundo, mientras el vizconde extraía de su chaqueta un encendedor y lo activaba para iluminar el camino.

El anciano comenzó a caminar de primero, apurando un poco el paso. Mientras más rápido terminaran con todo aquello, más fáciles serían las cosas para él. Al encontrar el testamento, se iría de ahí. Era claro que Agatha le había dejado todo a él. Huiría con el dinero a un país muy lejano donde nadie conociera su nombre ni sus pecados. Encontraría a una buena mujer con la que rehacer su vida, y viviría tranquilamente el resto de sus días. Nadie lo condenaría por los errores de su pasado.

Finalmente, después de unos dos minutos que parecieron eternos, llegaron a una pequeña puerta de madera.

⎯Es aquí ⎯dijo en voz baja doña Amanda.

La mujer, que tenía la puerta justo enfrente, movió su mano con lentitud y tomó la perilla. El ruido del metal oxidado se esparció por todo el pasillo cuando la giró, y, dando un suave empujoncito, doña Amanda abrió el camino hacia la habitación.

No había más mobiliario que una cama doble, cuya cabecera de madera era tan alta que casi llegaba hasta el techo.
Pinturas motivadas en el amor decoraban las cuatro paredes. Eran Venus, figuraciones referentes al sexo, cuerpos completamente desnudos… La habitación era, verdaderamente, un paraíso erótico. ¿Quién se hubiera imaginado algo así por parte de doña Agatha?

⎯Es esto una desgracia para mi familia ⎯dijo Ernesto con ojos llorosos⎯. ¿Qué dirán ahora de nosotros, sabiendo ustedes que mi tía fue protagonista de tales actos de impureza e infidelidad? ¿Dónde ha quedado la buena reputación y el buen nombre de los De la Vega?

⎯Tranquilo, muchacho ⎯contestó don Alberto en un intento de consolarle⎯. Sólo trece personas sabemos que esta habitación existe, y nadie más lo sabrá. Lo que sucedió esta noche en esta casa, nadie lo contará jamás. Será esto un secreto que debemos llevarnos a la tumba.

⎯Me parece lo más apropiado ⎯opinó Elaine⎯. No debe ninguno de nosotros andar por el mundo contando las intimidades de nuestra gran amiga Agatha. Sabemos que pecó en vida, y nuestro conocimiento es suficiente. Mi respeto a ella y a don Aarón no me permitirá jamás pronunciar palabra alguna que se refiera a este asunto. El secreto lo llevaré conmigo cuando muera.

⎯No quiero interrumpir tan nobles discursos ⎯murmuró el vizconde algo desesperado⎯, pero necesitamos continuar buscando el bendito testamento. Llevamos horas aquí, y nada hemos encontrado. Nos urge apurarnos.

⎯Tiene usted razón, por mucho que me cueste aceptarlo ⎯contestó Ernesto⎯. Ahora, le ruego que no hable más que cuando sea enteramente necesario; como ha sido el caso. Escuchar su voz despierta un grado de ira en mí que no es conveniente si queremos que todos los presentes sobrevivan esta noche.

⎯No me esperaba menos de usted, Ernesto.

⎯¿Qué quiere decir con eso?

⎯Nada quiero decir, sino lo que he dicho. Vamos, hombre, que no ha sido tan complicado.

⎯No juegue usted conmigo, vizconde.

⎯No ha sido mi intención jugar.

⎯Cuide sus palabras.

⎯¿Más de lo que lo he hecho, Ernesto?

⎯Mucho más. No busque usted meterse en más problemas.

El anciano se preparó para responder.

⎯¡Cállense los dos! ⎯gritó doña Amanda, sorprendiéndolos a todos⎯. Si quieren pelear, retírense. ¿Por qué me mira usted así, vizconde? He dicho que pueden retirarse y matarse el uno al otro si así lo quieren; pero fuera de aquí. Ahora, si es que quieren actuar como hombres adultos y civilizados, quédense y ayúdennos a buscar. Soy realmente indiferente a sus problemas; pero les pido que no estorben con tonterías infantiles.

Sin decir una palabra, el muchacho se volvió en dirección a la puerta y entró en la habitación. Detrás de él, el resto de los invitados fue entrando uno a uno hasta que todos estuvieron dentro del recinto.

El olor a aire viejo les molestó al principio. Se notaba que nadie había estado en aquella habitación durante mucho tiempo. La cama, el suelo y las paredes estaban llenas de polvo; que se agitaba con cada movimiento de los invitados.

⎯¿Han encontrado algo? ⎯preguntó Ernesto, mientras revisaba la habitación detalladamente.

⎯Pues, aparentemente aquí no hay nada ⎯contestó don Alberto.

⎯Revise usted debajo de la cama, don Alberto ⎯dijo doña Matilde.

El hombre comenzó a agacharse, pero Ernesto, que era mucho más joven (y más ágil) se le adelantó. Observó todo el espacio que estaba recubierto por varias capas de polvo mientras contenía la respiración.

⎯Al parecer aquí no hay nada ⎯dijo finalmente.

⎯¿Está usted seguro, Ernesto? ⎯inquirió el vizconde.

⎯Completamente, estoy… ⎯Ernesto se interrumpió a sí mismo y su expresión se tornó confundida⎯. Esperen un momento. Al parecer sí hay algo.

Introdujo su mano debajo de la cama y, tras un corto esfuerzo, sacó un sobre; también cubierto completamente de polvo. El papel ya estaba viejo y amarillento, y podían distinguirse unas palabras que parecían haber sido escritas siglos atrás con tinta negra.

⎯¿Qué es lo que dice? ⎯preguntó Elaine, ansiosa.

El joven Ernesto sopló, desprendiendo una gran nube de polvo, y leyó:

¡Muy bien! Lo han logrado, mis amigos. He aquí mi testamento. Han trabajado juntos y lo han encontrado. Les ruego que ahora salgan de esta terrible habitación y celebren su gran logro.

Ninguno podía disimular la emoción que sentía. Debían ser ya pasadas las cuatro de la madrugada, y al fin habían encontrado el condenado testamento. Sólo quedaba ahora ver por qué era tan importante el asunto de encontrarlo y todo lo demás; sabrían el porqué de aquel capricho de Agatha.

Un poco atolondrados por el sueño y la alegría, caminaron por el pasillo de vuelta hacia el retrato de don Aarón. Iban con paso rápido, intentando llegar cuanto antes para leer el testamento e irse a sus casas de una buena vez. No soportaban ni un segundo más en aquella casa.

⎯Bien, lea usted el contenido del testamento, Ernesto ⎯dijo doña Elaine cuando por fin se encontraron fuera del angosto pasadizo.

⎯No sabe usted lo que dice, doña Elaine ⎯contestó⎯. Este testamento debe ser leído en presencia de un abogado.

⎯Y así se hará ⎯habló de pronto don Miguel⎯. Soy abogado y fui el abogado de doña Agatha durante toda su vida. Proceda usted a leer el testamento, Ernesto.

⎯Si es eso cierto, ¿por qué no realizó usted el testamento, entonces? ⎯preguntó sospechosamente doña Amanda.

⎯No querría ella mezclar a un amigo cercano en el asunto o algo por el estilo ⎯respondió el abogado con tono relajado⎯. Ya sabemos que doña Agatha era una persona caprichosa e impredecible. Ahora, a lo que vamos: lea usted el testamento de una vez, joven Ernesto.

El muchacho abrió el sobre con cuidado y sacó de él una única hoja de papel, también amarillento y viejo. Había una cara que estaba totalmente en blanco y otra que se encontraba llena de una esquina a la otra con la caligrafía de la difunta mujerona.

⎯La leeré ⎯dijo Ernesto, y comenzó:

Queridos amigos:

Espero no se decepcionen al darse cuenta de que esto no es mi testamento. No es mi intención burlarme de ustedes, ni mucho menos, pero ésta era la única manera de que demostraran interés alguno en buscar esta carta.

Se trata, en realidad, de una confesión. He cometido un homicidio, y es ésta la única forma posible de confesarlo; estando ya muerta y libre de cualquier mal. Recordarán ustedes que me encontraba yo, supuestamente, fuera de la ciudad cuando murió Aarón. Pues no; me encontraba en la misma habitación que él. Estaba ya harta de nuestra relación, monótona y aburrida. Él ni siquiera me hablaba, me trataba como a un trapo. Así que, una noche, decidí acabar con todo aquello y le quité la vida.

Entiendo todo lo que puedan sentir, y los compadezco; pero entiendan ustedes que nadie es culpable de lo que ocurrió sino Aarón y yo. Sólo quería que quedara claro qué fue lo que pasó.

No relataré cómo le maté ni mucho menos. No fue poético ni algo digno de contar. Fue más bien grotesco, y aún peor cuando tuve que mover su cuerpo yo sola y enterrarlo en el jardín trasero. Fue una verdadera molestia y debí quemar una de mis mejores ropas.

Les agradezco su fidelidad a mí. Les agradezco que jamás hayan sospechado en lo más mínimo. Les agradezco que estén leyendo esta carta en este instante. Son ustedes los mejores amigos que cualquiera desearía tener.

Los aprecio y, desde la muerte, los saludo.

Su gran amiga que los quiere,

Doña Agatha De la Vega

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El Testamento [Original] Empty Re: El Testamento [Original]

Mensaje por Good_luck! Sáb 14 Mayo 2011, 02:45

Este fic es una verdadera joya en el aspecto técnico. Perfectamente redactado, con puntos y comas en su lugar. Pero por supuesto era de esperarse de un soldado Wink.

Me parece que el estilo es un tanto aburrido. Demasiadas expresiones poéticas que alargan la lectura innecesariamente.

El manejo de trama es impecable, por lo demás, una perfecta introducción, un perfecto nudo y un bien pensado desenlace.

Los personajes son demasiado exagerados. Todos parecen sacados de un grupo de neuróticos anónimos. Gritan, son sarcásticos, pelean... Y ninguno de ellos tiene una personalidad realmente memorable. El éxito de una historia no está en lo bien manejada que esté hecha la trama, sino en la personalidad de los involucrados y lamento decirte que salvo Ernesto (a quien dan ganas de arrearle una patada en momentos) ninguno de los otros personajes (salvo, tal vez, la misma Agatha) tiene la fuerza suficiente para mantener el ritmo de la historia interesante.

No hay un sólo momento en el que la tensión disminuya y eso hace mella en la historia porque al final esperamos un desenlace dramático. Aunque está excelentemente bien dirigido, el final resulta soso (aunque impredecible) y la verdad me dejó preguntándome si había valido la pena leerlo. Es decir, no deja nada en el lector, no hay angustia, no hay dolor, no hay drama... Simplemente me quedé con un "¿Eh?" demasiado grande. Tal vez si pudieras agregar las impresiones de los personajes al finalizar y profundizar un poco en ellos dándoles una personalidad más profunda.

En fin, que una historia tan bien técnicamente no puede sufrir por un mal manejo del argumento.

Un saludo y perdón si fui demasiado crudo.
Good_luck!
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