Finjamos que el mundo acaba mañana
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Finjamos que el mundo acaba mañana
¡Hola!
Hace realmente muchísimo tiempo que nadie me hace una buena crítica. Tengo la sensación que con lo conformistas que son algunos lectores, aunque no se entendiera qué quiero expresar ellos seguirían alabándome.
De ortografía creo que ando bastante bien, pero me gustaría que me dijérais si hay algún aspecto de la redacción que pudiera mejorar.
La historia es un original; trata sobre unos chicos que viven en una plantación. Dos de ellos son hijos de trabajadores. El tercero es el hijo de los dueños de esa plantación; pero ese chico, Tim, tiene algo especial. Él es chino, aunque quienes le han criado es blanco.
Comencé esta nueva historia hace unos pocos días. No estoy muy segura de haber planteado bien la trama en algunos aspectos (escribiendo el nuevo capítulo, me he dado cuenta que estoy teniendo serios problemas a la hora de hacer interactuar a los personajes siendo coherente con las ideas sobre sus carácteres que he dado al principio).
Hace realmente muchísimo tiempo que nadie me hace una buena crítica. Tengo la sensación que con lo conformistas que son algunos lectores, aunque no se entendiera qué quiero expresar ellos seguirían alabándome.
De ortografía creo que ando bastante bien, pero me gustaría que me dijérais si hay algún aspecto de la redacción que pudiera mejorar.
La historia es un original; trata sobre unos chicos que viven en una plantación. Dos de ellos son hijos de trabajadores. El tercero es el hijo de los dueños de esa plantación; pero ese chico, Tim, tiene algo especial. Él es chino, aunque quienes le han criado es blanco.
Comencé esta nueva historia hace unos pocos días. No estoy muy segura de haber planteado bien la trama en algunos aspectos (escribiendo el nuevo capítulo, me he dado cuenta que estoy teniendo serios problemas a la hora de hacer interactuar a los personajes siendo coherente con las ideas sobre sus carácteres que he dado al principio).
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Prólogo: Los suburbios de (la) Esperanza
Estados Unidos, 1890.
La ciudad Esperanza, de Carolina del Sur estaba situada en la parte interior del Estado, y era una de las mayores productoras de tabaco del país a pesar de que su población era relativamente baja en comparación con la de las ciudades vecinas.
De esta eficacia a la hora de cultivar el tabaco estaban orgullosos los dirigentes de la ciudad, quienes solían reunirse con los alcaldes de las ciudades vecinas para comer en los restaurantes más lujosos, en los que no derrochaban en vinos exquisitos y comidas de nombres impronunciables.
Sin embargo, no se podía decir, ni mucho menos, que los habitantes de Esperanza nadaran en la abundancia en la que se encontraban sus políticos. Era cierto que la gente que habitaba en las calles más céntricas disfrutaba de una buena calidad de vida, pero no se podía decir lo mismo de los suburbios que las rodeaban.
La vida en los suburbios nunca había sido fácil; la mayoría de las casas de las afueras de la ciudad estaban habitadas por inmigrantes y afroamericanos que trabajaban en las plantaciones de tabaco.
A pesar de que en la teoría la esclavitud estaba abolida hacía años todos esos trabajadores seguían teniendo jornadas laborales inhumanas y sueldos que apenas les permitían alimentar a sus hijos. La mayoría de los habitantes cultivaban sus sustentos en las partes traseras de las chabolas, lo que provocaba que, al igual que durante la época feudal en Europa, tuvieran que pagar casi todo su sueldo a los señores a cambio de las minúsculas parcelas de tierra que los mantenían con vida.
En este ambiente de miseria se habían criado Tara Naughton yBlake Looper. Los padres de ambos trabajaban en una de las tantas plantaciones de tabaco de la zona y ellos se conocían desde que eran pequeños.
La infancia de Tara había transcurrido en una casita prácticamente pegada al campo de cultivo. La chica, que por aquel entonces acababa de cumplir los dieciséis años, era analfabeta y apenas sabía contar hasta el número cien.
Su padre, un hombre de ascendencia irlandesa, del cual Tara había heredado el cabello rubio, la pecosa piel pálida y los oscuros ojos azules, había maltratado a su hija desde que ésta tenía memoria. En cuanto a su madre, una diminuta mujer, tanto mental como físicamente, había permitido desde el principio ese tipo de abusos. La pareja había tenido tres hijos más, pero todos ellos había muerto durante sus primeros años de vida, por lo que Tara era la única persona en la que su padre podia descargar todas sus frustraciones.
La vida de Blake, que vivía cerca de la chabola de Tara, había sido algo más fácil, si es que en ese ambiente el sobrevivir puede llegar a serlo. Sus padres, hijos de antiguos esclavos de la plantación, que ahora trabajaban por un salario miserable y en unas condiciones prácticamente iguales, habían sido lo más cariñosos y atentos que su trabajo de esclavos les había permitido.
A los padres de Blake les habían nacido, en los veinte años que llevaban casados, siete hijos, de los cuales él era el segundo. En esa época, cuando el chico estaba a punto de cumplir los quince, quedaban vivos seis. El hermano mayor de Blake había muerto dos años atrás de las mismas fiebres que habían matado unos meses antes a la hija recién nacida de los Naughton.
Teniendo que soportar sobre sus hombros el peso de ayudar a sus padres a mantener con vida a los cinco chiquillos restantes, Blake había comenzado a trabajar en la plantación de tabaco cuando tenía doce años, a pesar de la oposición de sus padres.
Ajeno a la vida de ambos jóvenes, que ansiaban poder liberarse del yugo del trabajo y disfrutar de una juventud que no tardaría tanto en agotarse, se había criado Timothy Lemacks.
Timothy, Tim para sus padres, se había criado en la mansión de los dueños de las hectáreas que los padres de Tara, Blake y otras tantas decenas de chicos, trabajaban.
El suyo era un cuarto amplio, limpio y tremendamente iluminado; todo lo contrario a las casas pequeñas e insalubres en las que se criaban los chicos que vivían alrededor de la propiedad de sus padres.
Había sido ese el cuarto entre cuyas paredes había jugado y crecido, por lo que Tim no pensaba en otra habitación como la suya, por mucho que en realidad el lugar privilegiado que ocupaba en la casa no le perteneciera.
Lo cierto es que la historia de Tim era bien curiosa, quizá mucho más que la de Blake, Tara, o cualquiera de los muchachos que habitaran las casitas - más bien chabolas -de los alrededores de la mansión. Y no se podía negar que sus orígenes, por mucho que él los desconociera, habían sido duros.
Tim había crecido bajo el cariño y protección de Brenda Lemacks y por la indiferencia del hombre del cual había heredado el nombre. Pero, a pesar de lo que cualquiera hubiera podido pensar al escuchar la forma en la que se había criado Tim, el chico no era hijo de los Lemacks, y su aspecto lo demostraba.
Tim tenía el cabello moreno, como su madre adoptiva, pero ahí acababan sus semejanzas con ella. Porque, al contrario que la melena de Brenda Lemacks, que formaba bellos tirabuzones alrededor de su cabeza, su cabello crecía grueso y rígido sobre el cuero cabelludo, y por muy largo que lo dejara crecer su portador, éste se negaba a cumplir con las leyes de la gravedad y doblegarse. Por el contrario, cuanto más largo era el pelo del joven Tim más parecía que el chico tenía negras y amenazantes agujas sobre la cabeza, de largos y firmes que permanecían.
Pero no era el cabello lo que evidenciaba los orígenes de Tim, sino sus rasgos. Las cejas, relativamente gruesas, protegían los ojos del muchacho. Los ojos que Tim poseía eran penetrantes y fríos; parecían profundos pozos de oscuros que eran. A su alrededor, junto al lacrimal, la piel del párpado se plegaba, ocultándolo, y justo en el extremo opuesto la piel de los párpados parecía tensarse, rasgando sus ojos y empequeñeciéndolos. Las pestañas eran escasas y muy finas.
Eran los suyos unos ojos similares a los de prácticamente la mitad de las personas que labraban el campo de la pareja que lo había criado, pero únicos en el ambiente de lujo en el que se había criado. Sus ojos eran los propios de quien trabajaba como un esclavo, al menos dentro de ese país, no los del malcriado muchacho que algún día heredaría todos los terrenos de los padres.
En cuanto al resto del rostro de Tim, no hacía más que acabar con cualquier duda de que, al menos, una de las dos personas que lo llamaban hijo fuera realmente su progenitora. El único punto en común que tenía Tim en común con el hombre que lo llamaba hijo, era la ancha frente. Sin embargo, su nariz, pequeña, fina y recta, distaba mucho de la aguileña de la madre y de la achatada del padre. El redondeado mentón, a juego con unas mejillas de aspecto delicado y una piel que no presentaba la misma palidez que la de los blancos, contrastaban demasiado con la piel relativamente oscura de Timothy Lemacks I y sus marcadas facciones.
Sin embargo, y a pesar de la conmoción que causaba el muchacho la primera vez que uno lo veía junto a sus padres, nadie en la plantación había mencionado nunca nada, al menos delante de Tim, a quien desde su más tierna infancia le había sido vetada cualquier información sobre su verdadero origen, lo que había originado en el chico un rechazo extremo a los que presentaban un aspecto similar al suyo, como si ello pudiera borrar o suavizar los rasgos con los que había nacido.
A pesar de la faltas de comentarios sobre el aspecto del chico cuando éste o su familia estaban cerca, no faltaban las discusiones y las burlas sobre él en las casas de quienes trabajaban en los campos de la familia Lemacks. Todo aquel con más siete u ocho años conocía su historia, al menos en parte, especialmente aquellos que hablaban el idioma que Tim debería de haber tenido como lengua materna. Era ya el relato sobre su origen algo parecido a una leyenda entre los quasi-esclavos de los Lemacks, y Tim la prueba viviente de que el cuento era cierto.
De hecho, muchos recordaban todavía a la madre del pequeño. Había sido una mujer de origen chino, menuda, de piel tan pálida como la que tenía su hijo. Al llegar se había instalado en la casa de los Lemacks, sirviendo ella en la casa y su marido tanto en el pequeño huerto privado del que la familia se alimentaba como en los campos de tabaco, una vez acabadas sus obligaciones para con la pequeña huerta.
Los demás trabajadores apenas habían visto a su esposa un par de veces, pues pasaba todo el día sirviendo en la casa de los señores. A su marido, en cambio, se le había visto bajar al campo y trabajar junto a los demás la gran mayoría de las tardes.
Al principio había tenido fama de ser un hombre de pocas palabras, especialmente con los de su misma raza. Sólo hablaba cuando alguien le hacía una pregunta directa y, según decían, había dominado el inglés en un grado mucho mayor que sus compatriotas.
Sin embargo, pasados unos meses, y a pesar de que el campesino jamás llegó a decir su nombre, había ido abriéndose poco a poco con sus compañeros, llegando incluso a trabar una amistad superficial con un par de los otros labradores.
Por eso el día que, unos dos años después de la llegada de la nueva sirvienta de los Lemacks y de su marido, éste había dejado de ser visto en el campo las preguntas y rumores había corrido como la pólvora por la pequeña aldea que formaban los que vivían bajo el yugo del matrimonio.
Se sabía que la mujer del labrador había tenido un hijo hacía unos meses, por lo que durante un tiempo algunos de sus compañeros se habían preguntado si no habrían marchado a alguna otra parte del país, tratando de darle una vida mejor que la que llevaban al recién nacido.
A pesar de todas esas suposiciones, un día, unas dos semanas después de la desaparición del joven campesino chino, otro hombre de su mismo origen y que debía de rondar su misma edad había sustituido en sus labores al otro.
Pronto, y gracias a las palabras del recién llegado, la gente había sabido que su predecesor había muerto, junto a su mujer, de las fiebres que tan a menudo se apoderaban de los chiquillos y ancianos y los arrastraban a la tumba con una velocidad pasmosa.
Probablemente el hombre había enfermado durante sus largas jornadas bajo el sol, como tantos otros, y le había transmitido la enfermedad a su esposa.
Durante los días siguientes a la noticia de la muerte del labrador, las familias que, como él, habían emigrado desde Asia, habían esperado que los Lemacks entregasen al chiquillo a alguna de las familias para que lo criasen como suyo. Pero, al no llegar nunca tal entrega, durante un pequeño periodo de tiempo todos habían asumido que el bebé había muerto víctima de la misma enfermedad que se había llevado a sus padres.
No había sido hasta un par de meses después, gracias de nuevo a las noticias que les traía el sucesor de su compañero fallecido, que la gente que habitaba en la aldea que se alzaba en los alrededores de la casa de los Lemacks se había enterado que el chiquillo ni había sido entregado ni estaba muerto. Y es que la mujer del propietario del terreno, Brenda, la señora Lemacks, había cogido al bebé chino como a un hijo propio y en aquellos momentos ya se había cambiado su nombre original, que su padre nunca había mencionado, al de Timothy Lemacks.
Nadie, a excepción de la mujer, sabía qué le había llevado a adoptar a un chiquillo con el que no compartía ni la raza cuando podría haber adoptado a cualquiera de los niños hambrientos que se criaban en los campos de su marido y de los que sus padres querían deshacerse, si es que su deseo de tener los hijos que Dios no había querido darle era tan grande.
Así, Tim crecía, sin saber y sin preocuparse demasiado por su origen. Sus padres lo habían criado prácticamente confinado en los límites de su parcela, por lo que desconocía cómo era el mundo más allá de los límites de Esperanza.
Tim vivía convencido de que, el haber sido criado por los Lemacks borraba sus verdaderas raíces hasta el punto de hacerlo blanco. E ignorando que muchachos como Tara y Blake vivían y morían bajo el yugo del matrimonio al que llamaba padres, a pesar de que el sentido común le hacía saber que, a pesar de que ellos jamás se lo habían dicho directamente, no lo era.
- Spoiler:
- Capítulo I: La ambivalencia de los sentimientos
Aquel día de mediados de verano el sol caía con especial fuerza sobre las cabezas de los trabajadores que, en aquellos momentos, trabajaban afanosamente en el campo, como cada día.
Atento, Tim observaba por la ventana de su limpio y ordenado cuarto a los trabajadores negros, chinos y, mucho más raramente, irlandeses, que se apresuraban en acabar la tarea cuanto antes con la esperanza de poder retirarse a descansar un poco antes de lo normal, pues aquellas jornadas en las que el sol no tenía consideración alguna con los que trabajaban como esclavos eran más duras, incluso, que aquellos días de invierno en los que las manos se les entumecían.
Desde que había entrado en la adolescencia a Tim le inquietaba el espectáculo que se desarrollaba no tan lejos de su casa -lo suficientemente cerca como para casi poder distinguir las razas de los que se encontraban más cerca - y que antes no le había resultado nada excepcional. Por primera vez en su vida las duras condiciones de trabajo de los empleados le despertaban algo similar a la compasión, aunque él en un principio había querido negarlo.
Al fin y al cabo, aquel asunto no era de su incumbencia. Sus padres, en especial el señor Lemacks, le habían ido enseñando a lo largo de su vida que los trabajadores debían de estar agradecidos de tener un trabajo, comida, y un techo para cobijarse. Le habían enseñado también que todos aquellos que trabajaban para ellos pertenecían a razas inferiores, estúpidas, que no eran capaces de desempeñar oficios que no requirieran más cualidades que la obediencia y la fuerza de voluntad.
Claro que esos comentarios habían despertado en el pequeño Tim una gran inquietud desde su más tierna infancia. A pesar de todo no podía ignorar completamente el hecho de que él tenía el mismo aspecto que muchas de las personas que, según su padre "incluso había que dudar de que fueran humanos".
Tim recordaba con claridad el día en el que, con sus inocentes siete años, se había acercado al hombre que le había criado y, por primera vez en su vida, le había preguntado acerca de las diferencias entre su aspecto y el suyo:
— Mira, Tim — le había dicho con el habitual tono de impaciencia y hastío que usaba para dirigirse al chiquillo —. Puede que seas como ellos, pero sólo en apariencia. Tu madre está convencida de que eres como nosotros.
— Entonces... — había dicho el niño, pensativo —, entonces, padre, eso quiere decir que... ¿no sois mis papás de verdad? — el chico lo dijo medio temeroso, aunque hacía tiempo que su instinto le había dado la respuesta a su pregunta, así que no se sintió especialmente afectado al escuchar lo que dijo su padre:
— No. Pero da igual. Eres como nosotros y punto. No te pareces a la gente que está en el campo. Si alguien te intenta convencer de lo contrario, no lo escuches.
Aquella noche Tim la había pasado en vela, reflexionando. Y había llegado a la conclusión de que su padre siempre tenía razón, así que si él decía que él no era de la misma clase que los empleados que trabajaban de sol a sol, tenía que ser verdad.
— Hijo, ¿puedo pasar? — dijo la voz de su madre al otro lado de la puerta, sacándole de sus pensamientos.
— Claro, madre.
La menuda mujer entró en el cuarto del adolescente con su característico paso lento y silencioso. Cuando estuvo aproximadamente a un metro de él, sonrió:
— ¿Pensabas en algo? — él negó con la cabeza
— Bien. He venido para decirte que tienes que bajar a ver a tu padre. Te llama. Creo que quiere que le acompañes a hacer una ronda por la plantación. Bueno, más bien por las casas de los empleados.
— ¿Por sus casas? — se extrañó el muchacho.
Si había algo a lo que su padre definitivamente no acostumbraba, era a preocuparse de cómo eran o qué hacían los trabajadores en sus casas. Al señor Lemacks le bastaba con que fueran lo bastante eficientes como para mantener su cuota de producción fuera lo suficientemente alta como para enriquecerse un poco más cada año. Si se cumplía esta condición, le traía sin cuidada qué hicieran o dejaran de hacer en sus casas, que lo cierto era que se asemejaban más a chabolas.
— Sí.
— A él nunca le han interesado estas cosas.
— ¡Ay, hijo, ya lo sé! — contestó ella como con resignación, aunque su voz sonaba divertida —. Pero ahora quiere. Ya sabes cómo es él, que a veces cambia de parecer. Ve. No le hagas esperar.
El muchacho salió del cuarto con prisa. Él sabía mejor que nadie lo poco que le gustaba a quien llamaba padre esperar. En más de una ocasión, siendo Tim un chiquillo, el hombre le había dado una bofetada; como el día que llegó tarde a la mesa a la hora de la cena o aquellas mañanas que se quedaba dormido entre semana. Esos días estaban dedicados a las lecciones que le impartían a Tim tres viejos y aburridos profesores que visitaban su casa cada mañana. Sus padres siempre se habían negado a que el niño se educara en la escuela, con los demás niños.
Mientras la madre del muchacho oía los pasos de su hijo bajando la escalera, suspiró. Luego, se giró hacia la ventana y comenzó a observar a los trabajadores, entrecerrando ligeramente los ojos para tratar de compensar su miopía, de la misma forma que había hecho su hijo hacía sólo unos minutos.
A pesar de que le costaba a horrores distinguir con la misma claridad que cuando era joven las figuras de todos aquellos trabajadores, no le fue difícil visualizar sus espaldas y rostros sudorosos y sus muecas de resignación e impaciencia por que llegara el final de la tarde.
Mientras pensaba en ellos, el rostro de un hombre de cabello negro y ojos rasgados acudió a su imaginación. No era la cara de nadie en concreto, que ella recordara, sino una especie de mezcla de rostros de gente del país del que había sido originarios los padre de Tim. Una cara producto de todos los rostros que había visto a lo largo de su vida y que reunía todos los rasgos que, según sabía, eran comunes a la gente de aquella raza.
Las facciones de ese hombre imaginario eran suaves. Había visto empleados cuyos rasgos eran más duros pero, por lo general, la faz de la gente que había conocido presentaba un semblante más dulce que el de los americanos. El cabello era negro; algo más rígido y grueso que el de la mayoría de los blancos. Los ojos, marrones. La nariz, recta.
No podía estar segura de si allá, en la tierra lejana de donde ellos procedían, en la remota China, los rasgos serían comunes a toda la población. Pero tenía varias decenas de empleados originarios de allí y el aspecto de todos ellos era más o menos común en esos puntos.
Una vez escrutado el rostro de aquel hombre ficticio, pensó en Tim. Ni siquiera un ciego hubiera podido negar que Tim se parecía a ellos. Era un hecho tan irrefutable como el de que ella era una mujer estéril.
Brenda recordaba con claridad el instante en el que, con el chiquillo en brazos, y prácticamente de rodillas, le había rogado a su marido que no se lo entregara a ninguna otra familia. Él había tardado varios días en aceptar, pero como, a pesar de su frío carácter, amaba a su esposa, no había tenido entereza como para negarse a cumplir los deseos de la mujer.
A menudo se preguntaba, todavía, por qué había insistido con tanta vehemencia que fueran ellos quienes acogieran al niño. Aunque, después de dieciséis años reflexionando durante horas sobre ello, había llegado a la conclusión de que lo más probable era que lo que la llevara a hacer lo que había hecho fuera su instinto maternal frustrado.
Eran aquellos deseos de tener un hijo propio entre sus brazos lo que la había llevado a agarrar el retoño de otra madre a la mínima oportunidad. Además, el haber visto cómo el padre de la criatura enfermaba hasta morir, para, pocos días después hacerlo la madre, la había impresionado de sobremanera. Probablemente también había sido ese instinto que impide que alguien deje morir a un bebé indefenso lo que la había ligado definitivamente a él.
Mientras su madre reflexionaba, sin él saberlo, sobre el día en el que su futuro había cambiado por completo, Tim llamó a la puerta del despacho de su padre, situado a la derecha de la puerta principal de la casa, y entró en él una vez el señor Lemacks le dio su permiso.
— Con permiso — dijo cruzando el umbral de la puerta.
Su padre estaba sentado tras el escritorio, con un puro encendido entre los dedos.
— Siéntate, Tim — le señaló la silla que había frente a la mesa.
— ¿Qué quería, padre? — preguntó, la duda haciendo mella en su voz.
No era que Tim no quisiera a su padre, mas su relación nunca había sido demasiado estrecha. Más bien había sido bastante tensa desde que Tim era adolescente.
— Quiero hablar contigo, hijo, sobre el... el futuro — contestó mientras el muchacho se sentaba.
— ¡¿El futuro, padre?
— ¡Así es. Sobre un futuro inmediato — le dirigió una sonrisa más parecida a una mueca y habló—: Tim, estos días he estado pensando en la educación que te hemos dado.
— Ha sido buena, padre.
— Lo ha sido — reconoció él —. Pero me temo que has estado demasiado aislado del mundo. No sé cómo no me planteé cuando eras un niño lo aburrido que debía ser pasar los días encerrado aquí, sin nadie de su edad — miró a su hijo y, por primera vez en meses, el gesto de tensión que afloraba en su cara cada vez que lo veía se aflojó. Ahora lo observaba casi con la misma expresión con la que un padre que quiere a sus hijos los mira —.Pero lo cierto es que esa no es la cuestión — repuso—: Tim, he pensado dos cosas: la primera es que, ya que eres mi único hijo, comiences a ayudarme a gestionar el negocio. No te pienses que es una tarea fácil — advirtió —. Y la segunda es que, ya que has de hacer eso, has de hacer una ronda por los alrededores de la plantación. No será necesario que te acerques mucho a las casas de los... trabajadores — hizo una mueca de asco al decir esa palabra —. Sólo quiero que observes cómo viven y cómo trabajan. Y que ellos te vean a ti, para que sepan que van a cambiar de dueño.
El muchacho asintió y el padre anunció que ya podía irse. Que concretarían los detalles de la tarea que acababa de encargarle en unos días.
Timothy Lemacks observó a su hijo hasta que éste cerró la puerta. Una vez estuvo solo, se reclinó ligeramente sobre la cómoda silla de su escritorio y pensó una vez en los sentimientos ambivalentes que el muchacho le producía.
Por una parte, no podía ignorar su procedencia. Por mucho que le hubiera dado su nombre, su apellido y sus ideales, el muchacho seguía sin ser de su sangre. Probablemente incluso había sido diseñado por un Dios diferente al que lo había creado a él. Un Dios que gustaba de crear razas inferiores, a los ojos del hombre. Su propio padre, cuando Timothy Lemacks I había sido niño, se había encargado de enseñarse lo nocivos que podían resultar los especímenes que trabajaban para ellos si se descontrolaban. Unos eran esclavos que nunca debieron ser liberados; otros venían de su continente sin saber una sola palabra del idioma local, por lo que eran manipulados y engañados con facilidad.
Por eso se había negado a que su mujer acogiera al chiquillo huérfano durante varios días y en un principio, una vez su amor hacia ella le hizo acceder, había hecho lo imposible por no cogerle cariño al chico. En verdad sonaba cursi y ñoño aquello de que hubiera sido el amor lo que le hubiera hecho tolerar al niño, pero si había algo que Timothy Lemacks no podía negar era que había estado, y estaba, profundamente enamorado de su esposa, a pesar de que ella tuviera unos ideales demasiado tolerantes en algunos aspectos para el gusto de su marido.
Por la otra parte, sin embargo, no podía negar que quizá Tim era una excepción a la regla, porque era evidente que sus ideas respecto a esa gente no podían ser erróneas. Pero el muchacho no era tonto, en absoluto. Los profesores, a pesar de su condición excesivamente soñadora y reflexiva, habían coincidido siempre en que era un chico brillante.
Aunque seguía sin poder ignorar su origen, con el tiempo el hombre había comenzado a tolerar al niño, al que en un principio había aborrecido, en casa. Y la ausencia de hijos propios y la resignación de que esos niños jamás nacerían le había hecho aceptar también que el niño tuviera, incluso, su apellido. Casi prefería tener a alguien que heredara sus bienes cuando él muriera, a pesar de que su raza le hiciera ser inferior a quienes le rodearan, a que las tierras pasaran a las manos de cualquier primo lejano que reclamara la herencia o al primer estúpido que las comprara en una subasta.
Por eso, dieciséis años después de acoger al muchacho chino en casa su padre apenas había comenzado a hacerse a la idea de que Tim era su hijo. Todavía no había decidido si el criarse entre blancos borraba, al menos el parte, las condiciones que le habían sido otorgadas de nacimiento o si, por el contrario, esas condiciones eran invariables y él estaba cometiendo un atentado contra la ideología que le había transmitido su padre cada día que permitía que el muchacho comiera en la misma mesa que él y se vistiera con prendas que él había pagado.
Y tampoco estaba del todo seguro de si lo quería y, en caso de que fuera sí, de cuánto. Porque a veces, en verdad casi siempre, se sentía nervioso tan pronto como lo veía caminar por los pasillos de la casa o sentarse a leer un libro en el salón. Pero también, al mismo tiempo, no podía evitar una gran sensación de orgullo cuando los profesores decían buenas palabras de él.
Probablemente nunca se decidiría. Pero el tiempo pasaba, y si había algo de lo que Timothy Lemacks estaba seguro, era de que si Tim iba a heredar un día su propiedad como hijo legítimo, había de comenzar a prepararse de inmediato. Y lo primero era hacer que sus empleados lo vieran y reconocieran su autoridad.
- Spoiler:
- Capítulo II: El encuentro junto a los matorrales
Tres días después de aquella conversación, el padre de Tim le comunicó a su hijo mientras comían que al día siguiente, viernes, el muchacho prescindiría de sus lecciones matutinas para, en su lugar, reunirse con él a las nueve en el recibidor de la casa. Allí, le dijo el hombre a Tim, conversarían un rato sobre los acontecimientos que se avecinaban y un par de horas después el muchacho partiría a inspeccionar por los alrededores de las viviendas de sus empleados y a permitir que, disimuladamente, éstos lo examinaran a él.
Así, la víspera antes de su pequeña excursión, que podría ser considerada como el primer paso del larguísimo camino que le quedaba por recorrer hasta ser el administrador del negocio familiar, Tim la pasó en vela.
Se pasó horas pensando en las palabras de su padre. La primera vez que había dicho en voz alta que su hijo algún día heredaría todas sus posesiones había sido precisamente durante la reunión acaecida tres días antes, y, la segunda, aquella misma tarde.
El muchacho no cabía en sí de contento. De alguna forma siempre habían dado por hecho, tanto él como la gente de su entorno, que llegaría un momento en el que el chico tomaría las riendas; pero oírselo decir a su padre en voz alta lo hacía realidad. Irrefutable.
Cuando amaneció, un feliz y ojeroso Tim se puso en pie. Se vistió en silencio, una sonrisilla soñadora asomando por sus labios. Luego, poco antes de que tocaran las nueve, bajó las escaleras y se dirigió a la entrada de la casa. Su padre lo esperaba ya allí, sentado de piernas cruzadas en un pequeño silloncito de color verde esmeralda, que su madre había puesto allí, hacía ya bastante tiempo, para recibir a las visitas.
Observando el rostro de su padre, Tim se acercó. Timothy Lemacks I lucía cansado, cosa bastante extraña en él. Por lo general, por agotador que le resultase administrar su hacienda las manchas purpúreas bajo sus párpados nunca se acentuaban tanto.
— Padre — le dijo una vez estuvo a metro o metro y medio de donde él se encontraba —. ¿Qué quería decirme?
— Quiero... darte unos consejos, Tim — respondió el hombre hablando pausadamente. El chico no dijo nada —. Más que consejos, indicaciones — clavó sus ojos marrones en los casi negros del adolescente —. Vas a ir hasta allí en caballo, ¿cierto? — Tim asintió —. No bajes de él, ¿de acuerdo? Tampoco hables mucho con ellos. No respondas las preguntas que puedan hacerte y no escuches lo que te digan, porque será todo mentira. ¿De acuerdo?
— Padre... — titubeó el chico, contrariado. No entendía del todo a qué venía el tono casi furioso de su padre
— ¿De acuerdo?
— Sí, padre.
Timothy Lemacks miró a su hijo, sus labios curvándose casi imperceptiblemente. Se preguntó para sí si no habría sido demasiado agresivo. Al fin y al cabo, había sido un auténtico estúpido por no recordar lo peligroso que era dejar que el muchacho vagara, con o sin compañía, por aquellos terrenos.
Su esposa había insistido muchísimo la noche anterior; le había rogado a Timothy que no permitiera que su hijo fuera por aquellos lugares. Pero, por primera vez en su vida, aquella ver el hombre se había negado a complacer los deseos de su esposa.
Sabía que después de haberle encargado aquella pequeña "misión" al chico ya no era correcto echarse atrás. Lo único que podía hacer era advertirle y rezar para que todo saliese bien.
No era que estuviesen preocupados ante la posibilidad de que a Tim pudiera sucederle algo; el matrimonio sabía que sus trabajadores no harían nada que pudiera hacerle daño al chico. Al fin y al cabo, a pesar de las extremas condiciones de trabajo, todos estaban allí voluntariamente. Que el emplearse en la plantación o morir fueran las dos únicas opciones de muchas de aquellas personas no era asunto suyo.
Lo que les causaba aquella ansiedad, especialmente a la madre, eran las cosas que pudiera decirle aquella gente a su hijo. No ignoraban el hecho de que muchos de ellos habían conocido al padre de la criatura y de que, por lo tanto, era más que probable que una buena parte de ellos conocieran el origen de Tim.
Durante todos aquellos años la madre se había esforzado en que estuviera lo más alejado de sus empleados como fuera posible precisamente por eso; había una gran diferencia entre que la evidencia genética le hiciera saber a Tim y a cualquiera que lo mirase, que no era hijo de sus padres y que el muchacho conociera la historia de sus padres biológicos, de la que jamás se había hecho mención en casa, gracias a las confesiones de un puñado de gente explotada.
Quizá hubiera sido mejor que Tim supiera su origen desde el principio, pero el miedo a que, una vez conocida la historia de sus progenitores, el muchacho pudiera revelarse y suprimir todo lo que las personas que le habían criado le habían enseñado era insoportable. La madre prefería que su hijo jamás supiera la verdad a enfrentarse a la improbable posibilidad de que Tim, de alguna manera, se alejara de su lado y decidiera vivir de la forma que le habría correspondido de no ser por ellos.
Y, como no, el padre, había respetado su deseo. En verdad hasta hacía bien poco no se había interesado demasiado en el muchacho, así que había dejado que fuera la mujer que llevara las riendas sobre su educación respecto a esos aspectos.
Claro, en esos momentos, y por culpa de haber mantenido como un tabú el hecho de que Tim no fuera su hijo biológico, se enfrentaban a las historias que los empleados pudieran contar sobre ellos y que, el matrimonio sabía, no podían ser evitadas.
Mientras tanto, aquella misma mañana, Tara Naughton y Blake Looper se habían reunido junto a unos matorrales que crecían junto a la valla que delimitaba la extensa plantación de los Lemacks. Aquel día, puesto que era viernes, trabajarían a partir de la una del mediodía hasta el fin de la tarde, lo que no resultaba una jornada excesivamente larga, en comparación con las catorce horas de trabajo que les correspondían a los padres de Blake la mayoría de los días.
— ¿Crees que algún día se acabará todo eso? — le preguntó el joven a su amiga, mientras, sentado en el suelo como estaba, se inclinaba para mirar al cielo, libre de nubes.
— Mmmm... ¿a qué te refieres?
— Al trabajo. No quiero ser como mis padres toda mi vida — escupió al suelo y miró a Tara — ¿No crees que no es justo trabajar de esta forma? — hizo un gesto de desagrado —. Ojalá pudiera hablar con el dueño de todo esto, ¿sabes? Ese Lemacks. Debe de ser una persona horrible, ¿no crees? Me gustaría poder verle algún día. Me oiría, ¿sabes? Aunque luego me hiciera daño, si lo viera le diría todo lo que pienso.
— Blake, ¿se puede saber quién te mete todas esas ideas en la cabeza? — le espetó ella, cansada. No era que no estuviera de acuerdo con lo que decía su amigo, pero se le hacía difícil especular y soñar con tener un futuro mejor cuando los golpes que le había dado su padre, la noche anterior, en las costillas, todavía dolían al respirar.
— Mi padre siempre habla de esas cosas; lo sabes perfectamente — contestó él —. Dice que en Europa están luchando para que... ¿cómo lo dice él? ¡Ah, sí! Para que dejen de explotarnos.
Tara dudaba que el padre de Blake pudiera saber nada sobre el estado de los trabajadores de Europa si lo único que había durante todo el día era eso, trabajar. Pero no dijo nada, porque le tenía mucho afecto a aquel hombre y porque se sentía demasiado cansada para iniciar una discusión con su amigo sobre la situación de personas que vivían a miles de kilómetros de ellos.
— Tara, mi padre dice que las cosas están cambiando. Y yo le creo, ¿sabes? — dijo, animado —. ¿Te imaginas? Quizá algún día tengamos una casa a la que no se le congelen las cañerías en invierno — sonrió —. Aprenderé a escribir y estudiaré. Y entonces mis padres no tendrán que trabajar nunca más.
— No sueñes demasiado, Blake —advirtió Tara —. No es bueno.
— ¿Es que tú no quieres que todo eso suceda? — preguntó él. No sonaba enfadado, pero sí un tanto exasperado por la actitud de su amiga.
— ¡Claro que quiero! Sólo digo que no es bueno ilusionarte. Si no sueñas no podrás decepcionarte nunca.
Blake calló. Su amiga no solía saltar tan rápidamente cuando hablaban de esos temas. A veces, incluso, Tara se animaba a hablar e imaginar junto a él. Ella no era ni la mitad de soñadora que él; no tenía ni la mitad de esperanzas que el chico. Pero aún así, esa pequeña fracción de optimismo de Tara era mucho más de lo que tenían la mayor para de los labradores de más de diecisiete o dieciocho años.
— ¿Por qué estás de tan mal humor, amiga? — le preguntó, cambiando de tema. Sin embargo, antes de que la chica respondiera, algo hizo "click" en su cabeza y cayó en la cuenta de qué era lo que la afligía. Se sintió estúpido por no haber pensado en ello antes —. ¿Te duele mucho?
— Cada vez que respiro — respondió ella —. Me lo hizo anoche — dijo, como sabiendo lo que el chico iba a preguntarle a continuación. Luego, se levantó la sucia camisa azul que llevaba, mostrando sus costillas.
Blake se inclinó junto a ellas, mirándolas. Hizo un gesto de dolor mientras observaba la piel amoratada.
— Deberías de descansar. No tiene muy buen aspecto.
— Bueno, lo sé. Pero no puedo descansar y lo sabes. Hay gente controlando quién va a la plantación y quién no por todas partes y lo sabes. No podemos permitirnos pasar sin ese dinero.
El chico se mordió los labios. Era perfectamente consciente de hasta qué punto era imprescindible olvidar el dolor y levantarse a trabajar, porque él mismo se encontraba en esa situación. De hecho, si la muerte de su hermano había sido tan irremediable fue porque durante los primeros días de la enfermedad que lo había matado, el chico, de trece años, había callado e ignorado sus fuertes dolores musculares y la altísima fiebre.
— Ten cuidado, ¿vale? — dijo con voz tranquilizadora mientras ella metía la sucia camisa por debajo de la falda amarillenta.
— Vale.
Callaron, disfrutando del silencio y de la compañía del otro. A pesar de que de vez en cuando tenían un desencuentro, el afecto entre ambos era innegable. Se habían criado teniéndose el uno al otro por un hermano, y ni la adolescencia ni las discusiones habían sido capaces de cambiar eso.
Pero la calma no duró mucho. El sonido de los cascos de un caballo los sacó de sus pensamientos unos minutos después.
Al instante, los muchachos se levantaron -Tara un poco más trabajosamente que su compañero - y miraron en dirección al lugar de donde provenía al sonido. No tardaron en ver el majestuoso corcel negro que caminaba por el sendero que conducía a sus casas, situado a dos o tres metros de donde se encontraban.
— ¿Quién crees que es el jinete? — le preguntó el chico a su amiga, que se encogió de hombros.
Sin embargo, al acercarse más el animal, ambos fueron capaces de apreciar los rasgos del muchacho que lo montaba. Era un chico de cabello negro, puntiagudo, y ojos rasgados. Sus facciones eran suaves y su rostro, en conjunto, hermoso.
Por un instante ambos pensaron que sería alguno de los muchos empleados asiáticos, pero descartaron la idea prácticamente al segundo. Ninguno de los empleados montaría jamás un caballo tan bien cuidado. En verdad, ninguno tenía caballos, ni sanos ni enfermos, propios. Tampoco podía permitirse ninguno las costosas prendas con las que el adolescente vestía.
Fue Blake el primero en darse cuenta de la identidad del chico. Y es que, que ella supiera, en los alrededores sólo había una persona de su raza que tuviera la posibilidad de vestir tan ricamente como lo hacía él.
— ¿Timothy Lemacks? — dijo cuando el muchacho estaba a poco más de metro y medio de ellos.
Tim paró el caballo y miró a Tara y a Blake.
— Sí, soy yo — respondió, no del todo seguro de que contestar aquella pregunta contraviniera las órdenes de su padre.
Los labios del chico que lo miraba se tensaron.
— Trabajo para tu padre — le dijo, y por alguna razón a Tim el tono de esa frase le sonó amenazante.
— Eso suponía,... esto... — estaba seguro de que, definitivamente, contestar a aquel comentario sí iba contra lo las indicaciones que le habían dado.
— ¿Qué haces aquí? Creía que los ricos no salíais de vuestras casas.
Tara miró intensamente a Blake y le dio un codazo, instándole a que callara. Había muchas diferencias entre despotricar sobre Lemacks a sus espaldas y provocar a su hijo. Hijo del que, por otra parte, conocían perfectamente la historia.
— He venido a... mi padre me ha enviado a dar una ronda por los alrededores de la plantación — el chico parecía nervioso y Tara sintió pena por él.
En verdad, la chica siempre había tenido curiosidad sobre cómo sería el hijo de Lemacks y qué le habrían contado sus padres sobre el motivo por el cual había acabado criándose en su casa.
La chica solía imaginárselo, cuando pensaba en él, como un pequeño déspota que despreciaba a todos aquellos que trabajaban arando la tierra. Sin embargo, el chico que tenía frente a ella, o al menos esa era su impresión, no parecía ser como el que su mente había creado.
— Perdona a mi amigo — dijo con timidez.
— Oh, no importa — contestó el muchacho.
— Podemos acompañarte, si quieres — dijo Blake. Tara lo miro, pensativa. Y hubo algo en la forma en la que brillaban sus ojos oscuros que le pareció maliciosa.
— Bueno, yo...
— Tenemos que ir ahí de todas formas.
Tim, a quien le temblaban las manos de los nervios, pues no estaba acostumbrado a que los desconocidos se dirigieran a él de manera tan informal, no pudo hacer otra cosa más que asentir. Se sentía contrariado. Sabía que debía de decir que no y marcharse a galope, pero de alguna forma, no deseaba hacer eso.
Aquella era la primera vez que estaba con gente de su edad. El contacto que había tenido con otros niños durante su infancia se había limitado a las visitas de los amigos de sus padres a la casa, y a las veces que habían sido ellos los que habían asistido a los hogares de otros. Pero esas escasas relaciones habían sido insuficientes para Tim. Eso sin contar que la mayoría de los niños con los que tenía contacto, en especial a partir de sus seis o siete años, lo miraban con recelo o con asco.
Se dio cuenta de que, a pesar de que el nerviosismo que le provocaba la situación, no le desagradaba el trato informal que estaba recibiendo. Tal vez debería de haberse sentido ofendido de que dos empleados, como lo eran esos chicos, fueran quienes lo estuvieran tratando así. Pero todos esos años deseando ese trato de igual a igual le hacían ignorar, en parte, quiénes eran los que lo emitían.
Las casas de Blake y Tara estaban a diez minutos caminando. Y la forma en la que sonrió el chico antes de emprender el camino por el sendero le hizo saber a su amiga que probablemente el hijo de Lemacks jamás olvidaría aquella travesía.
Suspiró mientras caminaba hacia el caballo. Lo hacía con lentitud, a causa del dolor punzante de sus costillas.
Yo'- Invitado
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