La niña que lloraba lágrimas de oro. [ORIGINAL]

Los deseos, las esperanzas y los sueños, en sí, no son peligrosos. El poder de querer conseguir algo y llegar a una meta es hermoso, sin embargo sucede que a veces los deseos se cumplen, y la realidad nunca es tan bonita cómo la ficción. Quizás es por eso que algunos dicen que desear es peligroso: no por el hecho de desear en sí, sino por la posibilidad de que esos deseos se cumplan.

Las lecciones de la vida son difíciles de aprender, y la gente tiende a no hacer caso de los consejos. Son éstas las lecciones que más duelen, pero también las más valiosas. Los deseos más honrados pueden llegar a dañar a aquellos a los que más queremos, e incluso a veces, se convierten en simple avaricia.

El día que Margaret murió, era eso en lo que pensaba. Sabía que su muerte traería consecuencias nefastas para su querida hija, pues veía día tras días como la avaricia crecía en los ojos de su marido. La pobre mujer, enferma de tuberculosis avanzada, recordaba el día en que su hija nació.

Por aquel entonces ella y su marido vivían en una choza, porque no podían permitirse nada más, en medio de las concurridas calles de la cuidad parisina del siglo XIX. No tenían dinero, y sólo eran unos mendigos a los que nadie hacía caso. A pesar de todo, cuando Margaret se enteró de su embarazo se alegró mucho; tuvo que ser su marido quien le abriese los ojos. No podían tener ese bebé.

Aferrándose a sus deseos y al amor que sentía por esa niña que acababa de nacer la mujer pasó toda la noche a su lado, rezando. Después de ese extraño sueño, en el que visitaba una casa que no conocía y a un hombre que nunca había visto y que decía ser mago, las cosas cambiaron.

Un milagro, lo llamó su marido. Magia, decía ella. La niña lloraba, como cualquier bebé recién nacido, pero sus lágrimas eran de oro. Sí, de oro. Oro líquido que recorría sus sonrojadas mejillas y que se solidificaban en pequeñas pepitas al caer por su barbilla.

El problema del dinero desapareció, y ellos decidieron comprar una casa al lado del bosque, a las afueras, para proteger a su hija Noa. ¡Qué tonta había sido pensando que la feliz niña estaría a salvo para siempre! La avaricia es lo que mueve a los humanos, y su marido no era la excepción. ¿Qué sería de su hija después de su muerte?

Al cabo de unos cuantos meses, después de la muerte de Margaret, el padre de Noa apareció con una mujer que a la niña no le cayó nada bien.

—¿Por qué dice esta señora que va a ser mi madre, papá?—Le preguntó con su vocecita dulce.

Esa mujer y su padre se casaron, pero en ningún momento Noa llegó a pensar en ella como su madre. Siempre iba engalonada en joyas, y cada día le pedía su padre un nuevo colgante. Un día el oro se acabó, y la esposa de su padre se enfadó mucho: “¿Cómo que ya no me puedes comprar más joyas? ¡¡Yo quiero más joyas!!”

El padre de Noa miró a su hija y le pidió perdón. La niña no lo entendió hasta que su padre le pegó un bofetón. La pobre empezó a llorar por primera vez en su vida(o al menos desde que tenía memoria), y no fue la ultima.
Como cada día había que comprar cosas más caras, el padre de Noa la trataba cada día peor. Un día la encerró en un cuarto oscuro y la dejó allí. Hasta los diecisiete años Noa no volvió a ver la luz del día.

La joven se escapó una noche en la que su padre y su mujer salieron de fiesta. Corrió toda la noche por el bosque, y descansó pegada a un roble, con un frío de muerte. No lloró, porque ahora era libre. Sabía que nadie podía saber su secreto o la usarían, como había hecho su padre.

Así que cuando aquel leñador la encontró y la llevó a su casa, no dijo nada de su secreto. Cuando el hijo del leñador le pidió su mano en matrimonio, tampoco mencionó nada de oro o lágrimas, y cuando finalmente tuvo su primer hijo volvió a llorar después de tantos años.

¡Ah! Que sorpresa se llevó la joven al ver que sus lágrimas ya no eran de oro, ¡que dicha! Y entonces se dio cuenta de que había una razón muy lógica para todo eso: las lágrimas de dicha nunca producen dolor, mientras que las lágrimas de sufrimiento lo único que provocan es más dolor, aunque calmen la avaricia.

—¿Por qué dice esta señora que va a ser mi madre, papá?—Le preguntó con su vocecita dulce.